El forestador

En 1896, Antonio Lussich desembarcó por primera vez en la bahía de Portezuelo y quedó maravillado con la belleza del paisaje que tenía frente a sus ojos.

Enterado de que parte de esas tierras estaban a la venta, se apresuró a retornar a Montevideo a los efectos de negociar con sus propietarios su compra.

Una semana después regresaba al puerto de “La Candelaria”, en Punta del Este, convertido en propietario de 1.296 hectáreas al sur de la Laguna del Sauce, desde el Arroyo del Potrero hasta la Sierra de la Ballena.

En aquel paraje, a ciento veinte metros de altura, sobrevivía un polvorín de la época colonial, que había servido en la defensa de Maldonado durante las invasiones inglesas, y que Lussich decidió reformar, con la ayuda del reconocido artista plástico Milo Berreta, a fin de emplazar allí su casa de veraneo.

Una vez instalado, se presentó la necesidad de hacer frente al azote de los vientos que, especialmente en las noches de tormenta, golpeaba con rudeza su residencia, lo que se convirtió en permanente motivo de reclamo por parte de su familia, menos acostumbrada que él a las inclemencias de la naturaleza.

Su esposa, Angela, tomó la iniciativa y comenzó a plantar pequeños arbustos alrededor de la casa. Al verano siguiente, cuando descubrieron que la siembra había prosperado, Lussich decidió continuar sus pasos y ampliar su propósito.

“Don Antonio, es inútil, nada puede crecer en este lugar”, le advirtieron el paisajista francés Jules Charles Thays y el botánico vasco-uruguayo José Arechavaleta tras examinar las características del terreno. “Todo lo que plante aquí, se lo llevará el viento”, le aseguraron.

Acostumbrado a desafiar los límites de lo posible, decidió desoír los augurios de los expertos y escuchar a su voz interior, dispuesto a convertir aquel sitio en un bosque artificial y con ello domar el viento, como antes lo había hecho con las olas del mar.

Tres anotadores que forman parte de su archivo dan cuenta de su obra y del meticuloso celo con el que registraba especies cultivadas, frecuencia de las lluvias, intensidad de los vientos, recomendaciones y otros comentarios que trasuntan una personalidad previsora, exigente y extremadamente detallista.

Poco a poco, y no sin dificultades, su bosque fue tomando forma. Plantó pinos de Japón y otros provenientes de México y Jerusalén, sauces criollos y álamos de Carolina, casuarinas revolutas de Asia y cedros del Líbano y del Himalaya, entre muchas otras especies, mientras abría caminos y senderos para recorrer y disfrutar de su obra. 

Más tarde, sumó una pajarera con el propósito de aclimatar pájaros traídos de Europa y luego integrarlos al paisaje.

Una década después de iniciada la siembra, invitó nuevamente al paisajista Thays a que visitara Punta Ballena, y éste quedó maravillado con el bosque que su anfitrión había formado.

“La obra más portentosa del mundo en materia de bosques artificiales está en Punta Ballena. Es la realización del más fantástico sueño que la imaginación exaltada de un botánico soñador pudiera concebir”, señaló el paisajista en el Congreso Mundial de Bosques celebrado en París, en 1914.

En 1917, tras cerrar su empresa naviera y que sus barcos pasaran a manos de la Administración Nacional de Puertos, se volcó por completo a su bosque y a continuar su labor de forestador.

Al igual que otros pioneros de su tiempo, su perseverancia pudo más que los obstáculos naturales y la desconfianza de los expertos. Así y todo, logró transformar un paisaje agreste en una reserva natural única en su tipo, reconocida dentro y fuera de fronteras.
Poco después de cumplidos los ochenta años, y todavía dispuesto a continuar su tarea, el 5 de junio de 1928, Antonio Lussich murió en Montevideo. Según su voluntad, sus restos fueron sepultados en su propiedad de Punta Ballena.

El forestador