Más allá de la muerte
Más allá de la muerte
En 1927 Quiroga se casó con María Elena Bravo, una joven de 19 años que era amiga de su hija Eglé. Este vínculo con su hija, derivaría en una ruptura en la relación entre padre e hija. Un año más tarde, el escritor y María Elena tuvieron una hija que parecía fortalecer el vínculo familiar. La niña recibió el mismo nombre que su madre pero sería llamada Pitoca. Sin abandonar definitivamente su relación con la selva de Misiones, el 1932 el cuentista emprendió, junto a su esposa y su pequeña hija, lo que él consideraba el viaje definitivo para radicarse finalmente en su antiguo lugar. Como expresa el mismo escritor en "El regreso a la selva", publicado en La Nación en diciembre de 1932:
"Después de quince años de vida urbana, bien o mal soportada, el hombre regresa a la selva. Su modo de ser, de pensar y obrar, lo ligan indisolublemente a ella. Un día dejó el monte con la misma violencia que lo reintegra hoy a él".
Ayudado por sus contactos en la embajada uruguaya, continuó ocupando el cargo de cónsul pero desde la región selvática que tanto lo había inspirado. Sin embargo, todavía quedaba lugar para un nuevo revés. Tras el golpe de Estado de Gabriel Terra, sus contactos en el gobierno uruguayo fueron decayendo y con ellos su comodidad en el cargo asignado dentro del consulado, dando cese de sus actividades el 15 de abril de 1933.
A pesar de algunos intentos de Quiroga por dedicarse a la destilación de naranjas o a la colaboración con diferentes periódicos, sus fuentes de ingresos se vieron mermadas. Su último libro, Más allá, fue publicado en 1935 y recopila la mayor parte de sus cuentos fantásticos.
Al año siguiente, cansada de la vida en la selva, María Elena decidió regresar a Buenos Aires y Quiroga debió enfrentarse nuevamente a los fantasmas de su soledad. Junto con estos desafíos económicos, el escritor verá cómo poco a poco fue decayendo el interés por sus publicaciones en el mercado literario.
Una de las amistades más importantes que entabló el escritor en este período fue con el pintor y crítico de arte argentino Julio Payró. En carta del 25 de agosto de 1934 le decía:
"El asunto del consulado consisitó en que me dejaran cesante, sin decir agua va. Calcule el mal efecto de esto en casa. Por ventura en esos días lograba colocar la primera producción de naranjas a un precio que nos permite correr el temporal unos meses. Me informan de Montevidedo de que hay viva probabilidad de que se me reponga en el cargo. Lo malo —en el peor de los casos— es que ni aun podría jubilarme por residir en el extranjero. [...] Claro está, me gustaría charlar largo rato con Ud. una vez por mes, por lo menos. Pero me gustaría más tenerlo por aquí a menudo. Hay ciertas cosas de la naturaleza que Ud. entiende como muy pocos. ¿No sería posible que La Nación le facilitara ahora un viaje hasta aquí, en cualquiera de las estaciones venideras?".
El escritor regresó a Buenos Aires en 1936 de manera forzosa y quedó internado en el Hospital de Clínicas de esa ciudad, donde pasó sus últimos días. Su diagnóstico cáncer de estómago y, aunque había posibilidades de extirparlo, el procedimiento médico se demoró. Las ansias por saber su destino hicieron que el escritor pensara que su estado era irreversible.
Tanto su vida como sus últimos días estuvieron llenos de hechos que rozaron lo fantástico. Un día, caminando por los pasillos del hospital, escuchó sollozos. Confundido, le preguntó a las enfermeras y le informaron que era un paciente que sufría el síndrome de Proteus.
Esta enfermedad es reconocida por las malformaciones que sufre el cuerpo hasta dejarlo deshumanizado e irreconocible. Vicente Batistessa, así se llamaba, vivía en el sótano del hospital, aislado de la sociedad, vistiendo sábanas sucias para tapar su rostro y encerrado como si fuera un monstruo. Quiroga realizó las gestiones para que este hombre lo acompañara en su cuarto. Por las noches, le leía relatos de Edgar Allan Poe en voz alta, e incluso sus propios cuentos. Los dos hombres se hacían compañía uno a otro y su puente de comunicación era la literatura.
Aun así, obligado por el dolor y su enfermedad, que se fue agravando de manera ininterrumpida, Quiroga decidió quitarse la vida. El 18 de febrero de 1937 visitó por última vez a sus amigos y a su hija Eglé. Al día siguiente, ayudado por su nuevo amigo, se suicidó ingiriendo cianuro.
El velatorio se realizó en la SADE (Sociedad Argentina de Escritores) y sus cenizas fueron enviadas por barco a Montevideo para ser trasladadas en tren a Salto. Primero estuvieron en el Museo Histórico de Salto, pero desde la inauguración en 2004 de la Casa Museo Horacio Quiroga, sus restos descansan allí, en un espacio donde se alza la escultura realizada en algarrobo por Stephan Nefedov (Erzia) que retrata la cabeza de Horacio Quiroga.
En 1949 Darío Quiroga donó al Instituto Nacional de Investigaciones y Archivos Literarios varios documentos que pertenecieron a su padre . Ese mismo año, por encargo del INIAL, Emir Rodríguez Monegal emprendió un viaje a Misiones para conocer el lugar en el que había vivido Quiroga. Acompañado de Darío, llegó a Posadas el lunes 16 de mayo de 1949. El informe de esta investigación se compone de numerosos fotografías, entrevistas a personas significativas en la vida del escritor, además de un recorrido por su antigua casa y sus alrededores.
Una de las primeras anécdotas de este relato se basa en el encuentro casual con los mensú de camino al puerto de Posadas. "Por allí subían los mensú a derrochar en los cafés todo lo que los patrones les adelantaban por la nueva contrata", pero observa Rodríguez Monegal que dichos cafés, tal como lo relata Quiroga en el cuento que lleva el mismo nombre que estos trabajadores, no eran más que prostíbulos camuflados.
"De cien peones, solo dos llegan a Posadas con haber. Para esa gloria de una semana a que los arrastra el río aguas abajo, cuentan con el anticipo de una contrata. Como intermediario y coadyuvante espera en la playa un grupo de muchachas alegres de carácter y de profesión, ante las cuales los mensú sedientos lanzan su ¡ahijú! de urgente locura".
Al día siguiente llegaron a San Ignacio, "un pueblo en retroceso" según Darío. Luego se trasladaron al lugar donde vivió Quiroga. La casa, describe Rodríguez Monegal, se encuentra sobre una meseta en la parte alta de una colina que domina el valle del Paraná. Está de espaldas al pueblo, pero desemboca en un camino que conduce directamente al puerto nuevo.
Durante esta expedición visitaron a Isidoro Escalera, quien fuera gran amigo del escritor y de quien Rodríguez Monegal destaca que tuvo una vinculación estrictamente personal. Resalta que Escalera nunca recibió ninguno de los libros escritos por Quiroga, pero que sin embargo fue un gran sostén para el cuentista, ayudándolo "a levantar su casa, a criar a sus hijos, y después de su muerte, conservó en la medida de lo posible todo lo que pudo".
De nuevo en la antigua casa del escritor, se toparon con algunos elementos llamativos que aún se conservaban, como por ejemplo la caldera de hierro con la que Quiroga experimentó en la explotación de carbón, acción que relata en "Los fabricantes de carbón" (1921):
Los dos hombres dejaron en tierra el artefacto de cinc y se sentaron sobre él. Desde el lugar donde estaban, a la trinchera, había aún treinta metros y el cajón pesaba [...]
El artefacto, en efecto, pesaba, cuanto pesan cuatro chapas galvanizadas de catorce pies, con el refuerzo de cincuenta y seis pies de hierro L y hierro T de pulgada y media. Técnica dura, esta, pero que nuestros hombres tenían grabada hasta el fondo de la cabeza, porque el artefacto en cuestión era una caldera para fabricar carbón que ellos mismos habían construido y la trinchera no era otra cosa que el horno de calefacción circular, obra también de su solo trabajo. Y, en fin, aunque los dos hombres estaban vestidos como peones y hablaban como ingenieros, no eran ni ingenieros ni peones.
En este mismo lugar recorrieron el campo donde sucede la anécdota del cuento "El hijo” (1935) que, tal como cuenta Darío, está basado en un hecho real de su infancia, aunque con un desenlace totalmente distinto.
Al cuarto día de su recorrido por Misiones, se trasladaron a la casa de la familia Cirés, donde Darío vivió algunos años luego de la muerte de su padre. Allí se encontraron con Christian Defrancen, quien trae al recuerdo la habilidad de Quiroga en la creación de vinos, en especial el de naranja inventado por él mismo, pero resalta su poca constancia para continuar con sus experimentos, que además tenían escaso éxito. Algo así sucede con el protagonista de "Los destiladores de naranjas", al que el narrador describe como un eterno optimista.
"No alcanzándole sus medios para aspirar a grandes cosas, planeaba siempre pequeñas industrias de consumo local, o bien dispositivos asombrosos [...] En el espacio de tres años, el manco había ensayado sucesivamente la fabricación de maíz quebrado, siempre escaso en la localidad; de mosaicos de bleck y arena ferruginosa; de turrón de maní y miel de abejas; de resina de incienso por destilación seca; de cáscaras abrillantadas de apepú…"
Emir Rodríguez Monegal conoció también a Pablo Vandendorp, un franco-holandés de 80 años para ese entonces, a quien le faltaba un ojo y dos dedos de la mano derecha. Él era quien había inspirado la creación del personaje Luis Van-Houten del cuento que lleva su nombre (Los desterrados, 1926).
Pero Vandendorp no fue el único que inspiró la creación de personajes para Quiroga, el investigador se encontró además con Juan Brun, otro gran amigo del escritor, quien lo convirtió en Juan Brown, personaje que aparece en "Tacuara-mansión" (Los desterrados, 1926). Según Rodríguez Monegal, Brun era el único amigo de Quiroga que encontraba un interés literario en su figura. El investigador relata que en ese momento, Juan Brun acababa de leer la biografía de su amigo hecha por Delgado y Brignole. Según Darío, su hermana Eglé tenía un gran aprecio por este hombre, íntimo amigo de su padre, quien incluso se encargaba de hacer dormir a la pequeña.
Este informe realizado para la Biblioteca Nacional, y que fue el origen de varias investigaciones de Rodríguez Monegal sobre el escritor salteño, nos muestra un entorno que apreciaba mucho al Quiroga y que aún conservaba muchos recuerdos suyos. Desde el recorrido por las tierras que inspiraron grandes cuentos, así como el diálogo con personas que fueron transformadas en personajes, esta investigación reafirma la importancia que tuvo el cuentista en tierras argentinas.