El encuentro con la naturaleza
El encuentro con la naturaleza
Devastado por la muerte de Ferrando, Quiroga abandonó Uruguay en 1902. Se instaló en la casa de su hermana María, en Buenos Aires. Ese mismo año, gracias a su cuñado, consiguió un puesto como profesor de castellano en el Colegio Británico.
Al año siguiente, en 1903, Leopoldo Lugones lo invitó a realizar una expedición fotográfica por las ruinas jesuíticas de Misiones. Quiroga estaba a punto de ingresar en una nueva etapa de su narrativa, mucho más madura y de una experiencia personal quizás aún mayor que la inspirada en sus tragedias familiares. Como afirma Rúben Cotelo, "La selva misma era un sitio misterioso, amenazador, desconocido, cambiante. El símbolo se hizo realidad. Era como vivir en el escenario mismo de las alegorías que expresaban su inconsciente, era tal vez la verificación de hondas premoniciones".
Es en este mismo año que inició sus primeras colaboraciones con la prensa de Buenos Aires, en el número 67 del semanario ilustrado El Gladiador publicó "Rea Silvia". Pero la vida como escritor no era redituable. En 1904, publicó El crimen del otro, su primer libro enteramente narrativo, bajo la influencia notoria de unos de los autores que siempre lo acompañó durante su vida, Edgar Allan Poe.
Antes de establecerse en Misiones, con lo que le quedaba de la herencia de su padre compró algunas hectáreas en El Saladito, Chaco para dedicarse al cultivo de algodón a siete kilómetros de Resistencia. Fueron tiempos de experimentación dentro de la naturaleza virgen. Durante dos años y con limitadas visitas a Buenos Aires, residió allí con las esporádicas visitas de sus amigos Ernesto de las Muñecas y José Hasda. Pero esta aventura acabaría pronto, en octubre de 1905 volvió a Buenos Aires, tras el fracaso de su emprendimiento. Se ganó la vida escribiendo en medios periodísticos como La Nación y Caras y Caretas. Además, frecuentaba el café La Brasileña, espacio de reunión de escritores y periodistas. En la capital se reencontró con la docencia, pero esta vez en la Escuela Normal, allí conoció a Ana María Cirés, una alumna que se convertiría en su primera esposa.
En 1906 compró 185 hectáreas en Misiones, cerca de las inmediaciones de San Ignacio. Construyó allí un bungalow con el objetivo de establecerse definitivamente en la selva junto a su esposa. A pesar de la oposición de los padres de Ana María, Quiroga logró vencer estos obstáculos y se mudó con ella en 1910. Durante los primeros días acompañaron a la pareja la madre de Horacio, Pastora Forteza y su amigo Alberto Brignole, con el fin de colaborar en la adaptación del nuevo entorno.
El 29 de enero de 1911 nació en San Ignacio su primera hija, Eglé. El parto no contó con intervención médica, bajo la propia voluntad del escritor, fue él quien asisitó a su esposa. Casi un año más tarde, el 15 de enero de 1912 y en Buenos Aires, nació su hijo Darío. La educación de los niños se realizó en el hogar. Los peligros y la desolación de la selva fueron las bases didácticas para el aprendizaje de las amenazas de la vida. El acercamiento a la flora y la fauna selvática marcaron la infancia de estos niños. Tenían un zoológico doméstico; en grandes jaulas de madera se podían encontrar un aguará guazú y un coatí. Además, libres por el jardín vagaban un oso hormiguero, un carpincho y varias aves. La influencia de estos animales en la vida cotidiana jugó un papel fundamental en lo que luego volcaría en su escritura.
Como expresa Garet, "Quiroga es el albañil, carpintero, jardinero, chacarero, alfarero, cocinero y cazador". Construyó, además, una canoa que bautizó como La Gaviota; la utilizaba para pescar y realizar excursiones por el río Paraná. Además de escribir, sus habilidades como inventor estaban a la orden del día. Inventó una máquina para matar hormigas, se dedicó a la fabricación de vinos y a la destilación de naranjas. Así lo testimonian las libretas que se conservan en su archivo con fórmulas y anotaciones referidas a estas tareas. Era común verlo a Quiroga trabajando en su taller, instalado en el garaje de su casa. Allí armaba y desarmaba su viejo auto Ford y su motocicleta, pasiones por las máquinas que nunca dejaron de existir.
A pesar de su familia y su imaginada soledad, Quiroga no estaba solo. Por el contrario, recibía visitas constantemente. Uno de sus grandes amigos durante este tiempo fue Carlos Giambiangi que, con el mismo espíritu aventurero, realizó grandes proezas y lo ayudó mucho con el trabajo en su tierra. También formaban parte de su círculo cercano Vicente Gonzalbo e Isidoro Escalera. Este último, un peón trabajador que provenía de una numerosa familia; fue un gran vecino y confidente de Quiroga. Era él quien quedaba a cargo de la casa y el predio mientras el escritor realizaba sus viajes a Buenos Aires.
La realidad que Misiones le mostró a Quiroga lo hizo encontrar su hábitat natural. Se encontró con la imagen literaria del hombre que lucha contra su propio entorno, y es en esta etapa donde nacen las ideas de cuentos como "A la deriva" (1912), "Los mensú" (1914) o "Un peón" (1918). En Los desterrados encontramos lo que Quiroga denominó relatos de ambiente, con una marcada intención de excluir a la ciudad, tanto geográfica como socialmente. El cuentista reflejó la marginación de los sectores más vulnerables de la sociedad.
El mensú es tenido como un salvaje, incluso es "cazado" por el hombre blanco si intenta escapar. Existe, además, una postura de Quiroga frente a la modernización que es presentada desde una óptica que pretende mostrar cuáles son las consecuencias que genera la masificación de la industria. En otro de sus cuentos, "Los destiladores de naranja", el autor muestra la pérdida de las costumbres relacionadas a la tradición, mientras que al mismo tiempo se inclina por mostrar los nuevos inventos y las creaciones industriales.
Pero una vez más, la desgracia golpeó a su puerta. En 1915, Ana María Cirés decidió quitarse la vida bebiendo una sustancia que utilizaba su esposo para revelar sus fotografías. Existen distintas versiones sobre su muerte. Delgado y Brignole afirman que "por celos, se suicidó ingiriendo un sublimado". Otra de las versiones dice que el motivo que la llevó a la muerte fue la imposibilidad de soportar una vida salvaje y solitaria. Esta versión se argumenta, además, por el acta de defunción que transcribe Annie Boule Cristauflour en su artículo "Horacio Quiroga cuenta su propia vida", en el que afirma que su muerte, el 10 de febrero de 1915, tuvo una una lenta agonía.
La viudez convirtió a Quiroga en el único responsable de sus dos hijos pequeños, Eglé y Darío, hecho que guarda relación con uno de sus cuentos escrito siete años más tarde: "El desierto". Allí, el autor uruguayo relata la historia de un hombre que vive su misma situación:
"Quedó de pronto solo, con dos criaturas que apenas lo conocían, y en la misma casa por él construida y por ella arreglada, donde cada clavo y cada pincelada en la pared eran un agudo recuerdo de compartida felicidad".
Retornó a Buenos Aires después de seis años en Misiones, y dejó a sus hijos al cuidado de su abuela materna. Alquiló un sótano ubicado en la calle Canning 164. De su estancia en la capital argentina, sabemos que Quiroga se desempeñó como funcionario del Consulado General del Uruguay, labor que hizo que mejorara su situación económica y se mudara a un apartamento en la calle Agüero. Sin embargo, su rendimiento no fue el más destacado. Cotelo afirma que la labor de Quiroga se basaba prácticamente en utilizar las oficinas del consulado para encerrarse a escribir, luego de limitar su colaboración "a la mínima rutina".
Por estos años Quiroga trabajó en dos de sus obras más conocidas: Cuentos de amor de locura y de muerte (1917) y Cuentos de la selva (1918). Con la publicación del primero de estos libros, adquirió un estatus que le había sido esquivo hasta el momento. Le había costado más de una década llegar a la cima de su carrera, pero ahora lo reconocían como el gran cuentista de la selva y uno de los pioneros en de la crítica cinematográfica. Fue uno de los iniciadores de la SADE (Sociedad Argentina de Escritores) y con esta fama formó otro cenáculo con el nombre de Anaconda.
Durante esta etapa, las publicaciones tuvieron una regularidad anual. El salvaje (1920), Las sacrificadas y Anaconda (1921) forman el corpus literario que compartiría en su agrupación junto a grandes escritores como Alfonsina Storni, Ana Weiss de Rossi, Emilia Bertolé, Amparo de Hicken, Ricardo Hicken, Enrique Iglesias y Berta Singerman.
Aunque consagrado, Quiroga no dejó de volver a Misiones continuamente, seguramente para no perder contacto con un medio que le había servido como inacabable fuente de inspiración para sus relatos. Sin embargo, no regresaría a establecerse allí, sino hasta la década del treinta, es por eso que mandó a buscar a sus hijos una vez que ya se encontraba cómodamente instalado en la capital argentina. Según algunos testimonios, la relación padre e hijos no transcurrió de la mejor manera, como le dijo el propio Darío a Emir Rodríguez Monegal varios años después de la muerte de su padre: "Un escritor no suele ser un buen padre".
A comienzos de los años veinte, Quiroga, ya era considerado un personaje relevante dentro de la literatura rioplatense. Por ese entonces conoció a un joven emprendedor llamado Samuel Glusberg, quien tenía la intención de editar una revista juvenil y que soñaba con la colaboración del escritor uruguayo. Para sorpresa de muchos, incluso del propio Glusberg, Quiroga no solo terminó siendo un colaborador de la revista, sino que hizo de este joven amigo su editor exclusivo. Babel —ese era el nombre del emprendimiento editorial— publicó un nuevo volumen titulado El desierto (1924) y en este mismo año, Glusberg compuso una crónica ilustrada sobre una visita a San Ignacio que fue publicada en Caras y Caretas algunos meses después.
En julio de 1927 publicó en la revista Babel su famoso "Decálogo del perfecto cuentista", en el que se plantean cuestiones de índole teórico a la hora de elaborar una narración y también recomendaciones que el propio autor realiza a quien aspira a escribir. De todas ellas se pueden citar las que destaca Rodríguez Monegal en Genio y figura de Horacio Quiroga por ser unas de las más representativas: "creer en el maestro, aspirar a la cima, resistir a la imitación pero ceder a ella si es demasiado fuerte, tener fe en la propia capacidad". Estas, dice el cuentista uruguayo, son condiciones que todo artista debe tener.
Los desterrados (1926), a pesar de significar un gran éxito para el escritor, deriva también en diversas críticas por parte de una nueva generación de escritores emergentes con nuevas figuras preponderantes como la de Jorge Luis Borges.